La mañana comenzó como siempre.
Un largo flujo de autos cruzaba el puente — faros, bocinas, el tintinear de las tapas de café.
La gente se apresuraba al trabajo: algunos miraban el teléfono, otros tarareaban con la radio.
El aire estaba húmedo, olía a asfalto y a río. Una neblina baja flotaba sobre el agua, y el sol apenas empezaba a abrirse paso entre las nubes grises.
Michael conducía su camión por la ruta de siempre.
Cruzaba ese puente todos los días — a la misma hora, a la misma velocidad.
Pero hoy algo era distinto.
Sintió una ligera vibración bajo los pies.
No del motor — más profunda.
Pensó que sería el viento, pero el sonido era otro: bajo, metálico, como un gemido del acero.
Apagó la radio y escuchó.
El ruido no cesó.
Michael frunció el ceño, bajó la ventanilla y se asomó — y en ese instante sintió cómo el puente temblaba levemente.
Redució la velocidad, encendió las luces de emergencia y se detuvo. Detrás de él se formó una fila de autos; alguien tocó la bocina.
Bajó de la cabina.
Bajo sus pies, el asfalto vibraba — apenas, pero constante.
Y a lo largo del lado derecho se extendía una grieta: delgada, negra, como una línea en un cristal. Y cada segundo crecía, lenta, inevitable.
Sintió un golpe en el pecho. Entendió: no había tiempo.
Si llegaba al centro, el puente entero se vendría abajo.
Corrió de nuevo al camión, giró la llave y pisó el acelerador.
El vehículo se lanzó hacia adelante, las ruedas patinaron sobre el asfalto mojado, y el enorme camión quedó atravesado sobre la carretera.
Chirrido de frenos, gritos, bocinas.
— ¡¿Qué haces?! — gritó alguien desde un coche.
Michael se asomó por la ventana, agitando los brazos:
— ¡Atrás! ¡Todos atrás! ¡El puente se está rompiendo!
Los primeros autos comenzaron a retroceder. Otros, confundidos, seguían tocando la bocina.
Y entonces, el aire se rasgó con un sonido seco — un crujido, como el de un hueso al partirse.
El puente tembló.
Todo ocurrió en un instante.
Primero cedió el lado izquierdo — un tramo entero cayó al río.
Después el centro — como un castillo de naipes, entre el rugido del metal al romperse.
El aire se llenó de gritos, luego vino el silencio.
El camión de Michael quedó atravesado sobre el último tramo intacto.
Detrás de él — decenas de coches, detenidos, a salvo.
Delante — el vacío.
Estructuras metálicas emergían del agua; el vapor subía del río.
Michael permaneció sentado en la cabina, inmóvil.
Las manos le temblaban.
En el espejo retrovisor vio a la gente salir de los autos — aturdidos, pero vivos.
Solo entonces comprendió: el puente se había derrumbado a pocos metros de su parachoques.
Pocos minutos después llegaron los rescatistas.
Lo ayudaron a bajar: ileso, solo con el rostro cubierto de polvo y los ojos reflejando el agua donde antes había camino.
Más tarde, los periódicos escribieron que había salvado a más de cuarenta coches.
Los ingenieros confirmaron que la grieta pasaba justo bajo su cabina, y que si hubiera avanzado cinco metros más, habría caído con el puente.
No le gustaba hablar del tema.
Cuando le preguntaban por qué se detuvo, solo encogía los hombros:
— No sé… solo sentí que algo no estaba bien.

