Vio a un niño blanco en la cabaña y, en ese mismo instante, decidió marcharse. Pero la verdad, que salió a la luz más tarde, conmocionó a todo el pueblo

Cuando un recién nacido gritó en medio de la noche en una calurosa aldea africana, la gente salió corriendo de sus casas: el grito no sonaba como un llanto, sino como una señal. La comadrona levantó al niño con manos temblorosas a la luz de una lámpara de queroseno y se quedó paralizada. La piel del bebé era blanca como la nieve, como si estuviera esculpida en luz. Sus pestañas eran casi transparentes, sus labios rosados y sus ojos como agua de luna.

El silencio cayó al instante. Incluso los grillos se callaron.

La joven, sentada en una estera, llena de lágrimas y sudor, susurró:
—Es mi hijo… mi niño…
Pero nadie le creyó.

La vecina mayor fue la primera en decir lo que todos temían:
—Los niños blancos no nacen de nuestra sangre. Este no es su hijo.

El padre, alto, fuerte, con los ojos llenos de horror, se quedó en la puerta. No se acercó, solo miraba, como si intentara borrar lo que estaba pasando de su memoria.
—¿Qué has hecho? —logró articular con voz ronca—. ¿Con quién has estado?

Su voz se quebró y, sin esperar respuesta, se dio la vuelta y salió. Las cigarras cantaban afuera mientras él se alejaba sin mirar atrás.

Cayó la noche. La madre se quedó sola, con un niño al que todo el mundo había dado la espalda.
Lo miraba y no sabía qué era más terrible: la condena de la gente o el silencio en el que no había ni una sola palabra amable.

Cada mañana oía susurros a sus espaldas.
Cada tarde, cuando se ponía el sol, su corazón se hundía con él.
Pero el niño se reía. Reía con pureza, con alegría, como si no supiera que había nacido diferente a los demás.

A veces le parecía que en su risa se escondía la respuesta. Que Dios todavía estaba cerca. Solo que ella aún no entendía por qué todo había sucedido así.

No sabía que, al cabo de un año, esa risa haría callar a todo el pueblo…
Y que el hombre que se había ido volvería esa misma noche, cuando ya nadie creía en el perdón.

Pasaron varios meses.
La mujer, a la que ahora llamaban «la madre del niño blanco», casi no salía de casa. Escondía a su hijo del sol, de las miradas de la gente, de las palabras que dolían más que un latigazo. La gente del pueblo murmuraba que el niño era una señal, que en él vivía el espíritu de los antepasados. Algunos se santiguaban, otros apartaban la mirada.

Pero el niño crecía. Se llamaba Lumi, así lo había bautizado su madre. «Luz».
Reía, jugaba, le tocaba la cara, como si sintiera que todo el mal desaparecía con solo tocar el amor.

Un día llegaron al pueblo unos médicos de la capital. Eran jóvenes, con batas blancas y voces suaves. Examinaron a todos los niños. Cuando le tocó el turno a Lumi, uno de ellos se detuvo, miró a la madre y dijo:
—Su hijo no está maldito. Tiene albinismo. Es una enfermedad rara que se transmite de generación en generación.

Las palabras del médico sonaron como una liberación.
Amina no entendió inmediatamente lo que significaban, pero sintió que el mundo a su alrededor comenzaba a cambiar. Al día siguiente, su madre vino por primera vez en un año. La abrazó en silencio. La gente dejó de susurrar. Incluso aquellos que la habían juzgado ahora la miraban de otra manera.

Una semana después, en la noche en que la luna volvía a brillar sobre la sabana, llamaron suavemente a la puerta.
Ella abrió y lo vio.
Kuame. El hombre que se había marchado sin mirar atrás.

Estaba de pie en el umbral, pálido por la vergüenza y el viaje. Guardó silencio durante un largo rato y luego susurró:
—He venido a ver a mi hijo.

Ella lo dejó entrar.
Lumi dormía, con el rostro iluminado por la luz de la luna. Kuame se sentó a su lado y lo miró fijamente durante un largo rato, sin pestañear. Le temblaban los labios.

—Perdóname —susurró—. Estaba cegado y no vi la luz que tenía delante.

Amina no respondió. Simplemente cubrió la mano de su marido con la suya.
En ese momento, entró una brisa en la casa, suave y cálida, como si la vida misma hubiera regresado.

Ahora todo el pueblo sabe que la luz puede nacer incluso allí donde la gente solo está acostumbrada a ver oscuridad.
Y a veces Dios envía precisamente a ese niño al que todos temían, para enseñarles a amar de nuevo.

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