Entró en la casa a plena luz del día con una botella en la mano — pero lo que ocurrió después, nadie podrá olvidarlo…

El sol golpeaba las ventanas con tanta fuerza, como si quisiera quemar todo lo que se escondía entre esas paredes.
Afuera reían los niños, se oía el zumbido de una cortadora de césped, el aire olía a hierba fresca.
Dentro — silencio. El que siempre llega antes de la tormenta.

Ella estaba junto a la mesa, cortando pan, y escuchaba el tic-tac del reloj.
Su hijo jugaba en el suelo, construyendo una torre de cubos.
Pero ella veía cómo, de vez en cuando, miraba hacia la puerta.
Sabía: si mamá calla, pronto empezará.

Luego — pasos.
Lentos, pesados, terriblemente familiares.
Ella levantó la cabeza.
El corazón le golpeó el pecho cuando la llave giró en la cerradura.

La puerta se abrió.
El sol inundó la habitación, y en el umbral estaba él.
En la mano — una botella; en los ojos — el vacío.
Sonrió con amargura.
— ¿También te escondes de mí de día? ¿Crees que la luz podrá salvarte?

Entró.
Dio un paso más.
La luz resbaló sobre el cristal de la botella — brillante como una cuchilla.
Ella retrocedió, cubriendo al niño.

El olor del alcohol se mezcló con el de la hierba del exterior.
El día, de repente, se volvió tan aterrador como la noche.

Él levantó la mano.
La botella se balanceó, destellando.
El niño gritó, dio un paso adelante — y el sol le dio de lleno en el rostro al padre.
Parpadeó, como si despertara por una fracción de segundo.
Todo se detuvo.

Ella estaba frente a él, sujetando al hijo por los hombros.
Él los miraba, apretando la botella hasta que los dedos se le pusieron blancos.
Un solo movimiento — y todo estaría decidido.

Bajó la mano.
La botella golpeó suavemente el suelo y rodó a un lado.
Miró al niño, luego a la mujer — con los ojos de quien, por primera vez en muchos años, se ve a sí mismo.

Dio un paso atrás. Luego otro.
Se dio la vuelta y salió.
La puerta se cerró, y la casa se llenó de un silencio nuevo — vivo, desconocido.

Ella permaneció inmóvil, sintiendo cómo le temblaban las piernas.
El niño se aferró a ella, respirando rápido, como después de una larga carrera.
Ella se arrodilló, lo abrazó y lloró por primera vez en muchos años — no de miedo, sino de alivio.

Más tarde, al caer la tarde, recogió sus cosas.
Documentos, un juguete, una fotografía — todo lo que quedaba de su vida anterior.
Y, sin cerrar la puerta, se fue.

Afuera, el sol seguía brillando.
Los vecinos miraban desde las ventanas, pero nadie dijo una palabra.
Caminaba descalza por el asfalto, de la mano de su hijo.
La luz le hería los ojos, pero ya no daba miedo.

Se detuvieron en la parada del autobús.
El niño se apoyó en ella y preguntó:
— Mamá, ¿ya terminó todo?
Ella miró a lo lejos y respondió:
— Ahora sí.

Semanas después, ya vivían en otro lugar.
Una habitación pequeña, paredes blancas, olor a pan por las mañanas.
A veces soñaba con los días pasados, pero ahora despertaba en paz.
Cada mañana abría la ventana y dejaba entrar la luz.
Porque ahora esa luz era suya — suya y de su hijo.

Like this post? Please share to your friends:
interesteo