Independientemente de nuestra procedencia o edad, todos necesitamos un poco de compañía de vez en cuando. Ya sea un familiar, un amigo íntimo o incluso un vecino, la conexión humana es esencial para nuestro bienestar.
A veces, hace falta el corazón puro de un niño para reconocer que alguien necesita esa conexión. Este es el caso de una conmovedora historia que nos recuerda que, a veces, salir de nuestra zona de confort para ayudar a los demás puede marcar la diferencia.
La historia comienza en los días previos a Halloween. El vecindario bullía de emoción y las casas competían por el título de la decoración más terrorífica. Los porches se cubrían de telarañas falsas, las calabazas se sentaban con sonrisas dentadas en los escalones y los esqueletos de plástico se colgaban de los árboles. Kevin, de once años, lo absorbió todo con deleite, emocionado por su día favorito del año. Le encantaba cómo Halloween lo transformaba todo, haciendo que pareciera que el mundo se había vuelto mágico, aunque sólo fuera por una noche.
Mientras Kevin paseaba por las calles admirando las espeluznantes exhibiciones, le llamó la atención una casa que destacaba, pero no por la misma razón que las demás. Esta casa estaba desnuda, oscura y completamente desprovista de decoración. No había calabazas, ni fantasmas, ni signos del espíritu de Halloween. Kevin frunció el ceño al reconocerla como la casa de la señora Kimbly.
La señora Kimbly era una anciana que vivía sola. Kevin ya la había ayudado algunas veces, cortándole el césped o quitándole la nieve durante el invierno. Ella no era muy habladora, solía pagarle rápidamente y luego se retiraba al interior de su casa. Ver su casa tan fuera de lugar en el barrio festivo inquietó a Kevin. ¿Por qué no se había unido a la diversión? ¿Se encontraba bien?
Decidido a averiguarlo, Kevin cruzó la calle y llamó a su puerta. Tras una larga pausa, la Sra. Kimbly contestó con aire irritado. «¿Qué quieres?», espetó. Kevin se ofreció a ayudarla con la decoración de Halloween, pero la señora Kimbly no quiso saber nada. Lo rechazó bruscamente, insistiendo en que no necesitaba ayuda ni adornos. Pero algo en su dura respuesta no le sentó bien a Kevin.
En casa, confió en su madre y le explicó la situación. Ella sugirió que la Sra. Kimbly podría tener sus razones para no querer participar, pero Kevin no pudo evitar la sensación de que simplemente se sentía sola y necesitaba un poco de amabilidad.
Aquella tarde, con determinación en el corazón, Kevin cargó un carro con adornos de Halloween de su propio escondite: luces, arañas de plástico e incluso su calabaza favorita. Volvió a casa de la señora Kimbly y se puso a decorarla, con la esperanza de llevar un poco de alegría navideña a su puerta.
Cuando estaba terminando, la señora Kimbly salió de su casa, furiosa. Le gritó a Kevin por ignorar sus deseos y, en un momento de frustración, destrozó la calabaza que había tallado. A Kevin se le rompió el corazón, pero detrás de su enfado, sintió algo más profundo, algo que no podía entender.
Más tarde esa noche, Kevin no pudo disfrutar de Halloween como lo haría normalmente. Vestido con su disfraz de vampiro, paseó por el vecindario, pero sus pensamientos volvían una y otra vez a la Sra. Kimbly. Temía que, sin adornos ni caramelos, su casa se convirtiera en blanco de las travesuras de Halloween.
En lugar de unirse a la diversión, Kevin volvió al porche y se sentó, decidido a proteger su casa de cualquier travesura. Cuando se acercaban los grupos de «truco o trato», repartía caramelos de su propio escondite, explicando que la señora Kimbly no estaba en casa.
Al cabo de un rato, la puerta se abrió con un chirrido. La señora Kimbly salió con una expresión más suave que antes. Se sentó junto a él en el porche y, tras una larga pausa, le reveló que Halloween era duro para ella porque le recordaba a la familia que no tenía, sin hijos ni nietos con los que compartir la fiesta.
Kevin la escuchó en silencio y luego le sugirió que no tenía por qué pasar Halloween sola. Podía seguir participando en la celebración. Conmovida por sus palabras, la Sra. Kimbly se disculpó por haber roto su calabaza y le agradeció su amabilidad.
Kevin se ofreció a traer otra calabaza y los dos pasaron el resto de la tarde tallándola juntos. Por primera vez en años, la Sra. Kimbly volvió a sentir el calor de Halloween, gracias al pequeño pero considerado gesto de un chico que se negó a que se sintiera sola.