El taller de María estaba en una vieja casa con el yeso descascarado y un cartel cuyas letras casi se habían borrado con el tiempo. Trabajaba allí desde hacía veinte años — conocía cada grieta del suelo, cada costumbre de sus clientes. La gente acudía a ella no solo con ropa, sino también con recuerdos. A veces traían prendas antiguas solo para que alguien las tocara — para que “volvieran a la vida”.
Aquella mañana, María estaba sentada frente a la máquina de coser cuando la puerta tintineó suavemente y entró una mujer de unos cincuenta años. En las manos llevaba un paquete doblado con cuidado.
— Buenos días. Me dijeron que usted puede restaurar un vestido antiguo. Era de mi madre, quiero que no se pierda.
Desplegó el vestido — gris, de tela gruesa, con un corte sencillo y el dobladillo cosido a mano. María comprendió de inmediato: no era una prenda barata. Alguna vez había sido usada con cuidado, no para celebraciones, sino “para la vida diaria” — se notaba por los remiendos discretos, casi invisibles, en las costuras.
— Claro, veamos — respondió María. — La tela aún está fuerte. Solo el forro necesita ser reemplazado, ¿ve? Los hilos ya se deshacen.
Se llevó el vestido a casa — por la noche el taller se volvía demasiado sofocante. Lo extendió sobre la mesa, encendió la lámpara de escritorio, tomó las tijeras y comenzó a descoser el forro con cuidado.
Cuando llegó a la costura lateral izquierda, las tijeras chocaron con algo duro. Al principio María pensó que era un botón, pero del corte cayó un pequeño envoltorio de tela. Lo desenvolvió con cuidado — y en su palma brilló un fino anillo de oro.
En el interior había una inscripción: “Siempre a tu lado.”
María se sentó, con el anillo en la mano, y lo observó durante mucho tiempo. ¿Cuántos años habría estado allí, cosido dentro del forro? ¿Quién lo había escondido? ¿Por qué? Dio la vuelta al vestido y notó que la costura en ese punto era diferente — hecha por una mano apresurada, pero delicada.
Al día siguiente, la mujer regresó por el vestido. María sacó el anillo de una pequeña caja y se lo tendió en silencio.
Al principio la mujer no comprendió — luego sus dedos temblaron y los ojos se le llenaron de lágrimas.
— Es el anillo de mi padre. Desapareció cuando yo era niña. Mi madre nunca contó qué había pasado. Pensé que se había perdido.
Permanecieron largo rato en silencio. La mujer no se marchaba, acariciaba la tela con los dedos, como si intentara recordar cómo olía aquel vestido — a hogar, a calor, a las manos de su madre.
Cuando se fue, María se quedó mucho tiempo sentada frente a la máquina de coser. La máquina permanecía inmóvil, la lámpara zumbaba suavemente, y afuera el viento susurraba.
Pensó: a veces las cosas realmente viven más que las personas — porque en ellas no están cosidos hilos, sino memoria.

