La noche era gélida.
El viento soplaba desde las montañas, arrastrando nieve seca, y los focos cortaban la oscuridad con rayos blancos.
En el puesto fronterizo reinaba el silencio, solo roto por las comunicaciones por radio y el crujir de las botas sobre el suelo helado.
Hasta que apareció una silueta lejana.
Una mujer caminaba por el arcén, encorvada, como si llevara todo el mundo sobre sus hombros.
La bufanda ondeaba al viento, las manos apretaban algo contra el pecho: un paquete, documentos, la vida.
Detrás de ella, un grupo de refugiados, sombras en el flujo de luz. Pero ella caminaba sola, más lenta que todos.
—¡Eh! ¡Alto! —gritó alguien de la guardia.
La linterna la sacó de la oscuridad: rostro pálido, cabello mojado, ojos en los que no había miedo, solo cansancio.
Intentó responder, pero la voz se le quebró.
Y de repente se detuvo.
Sus manos temblaron.
Sus dedos se abrieron.
Y debajo de su abrigo, un movimiento.
El soldado que estaba más cerca se quedó paralizado.
Oyó un sonido breve, ni un grito ni un gemido. Algo entre ambos.
Se abalanzó hacia delante, se quitó los guantes y se arrodilló.
La mujer intentaba hablar, pero las palabras se perdían en el aire frío.
Él le respondió algo, sin recordar después ni las palabras ni la voz.
Solo vio sus ojos y comprendió que el tiempo se acababa.
Se estiró, sin saber por qué, simplemente por instinto.
Sus manos, acostumbradas a las armas, temblaban.
Y en ese momento, en algún lugar lejano, sonó una sirena.
Levantó la cabeza y un foco los cegó a ambos: una luz brillante, nieve en el aire, respiración y, por encima de todo ello, un momento frágil, casi sagrado.
Un segundo y silencio.
Aquí está la historia completa, la continuación de tu intrigante Facebook-cut.
Está escrita en un estilo realista y cinematográfico: la luz, el sonido, la respiración, el frío… todo es palpable.
En el centro está el contraste entre la disciplina militar y la frágil vida humana.
El final es tranquilo, profundo, con una sensación de calor en medio del frío.
No sabía qué hacer.
Todo sucedía demasiado rápido.
La mujer yacía en el suelo helado, su aliento se escapaba en forma de vapor, su rostro estaba pálido y sus manos se aferraban a la grava.
Intentaba decir algo, en otro idioma, en voz baja, entre gemidos.
«Todo está bien… tranquila, tranquila…», le decía él, sin creer realmente que esas palabras significaran algo.
La nieve le golpeaba la cara, el viento le arrancaba la capucha de la cabeza. A su alrededor, todo era ajetreo: alguien llamaba a un médico, alguien pedía una manta, alguien simplemente se quedaba parado, sin saber dónde mirar.
Pero nadie se acercaba.
El soldado se sentó a su lado.
Veía la sangre en la nieve, un contraste brusco, rojo sobre blanco.
Ella le apretaba la mano con fuerza, como si de ello dependiera su vida.
Él le devolvió el apretón.
«Un poco más… ¿me oyes? Solo un poco más».
Se quitó la chaqueta y se la puso debajo de la cabeza. Tenía los dedos entumecidos, pero siguió adelante: comprobó su respiración, intentó calentarla con las palmas de las manos, sin saber por qué.
Y entonces todo cambió.
Primero, un grito.
Corto, agudo, vivo.
El mundo se detuvo. Incluso el viento se calmó por un segundo.
Ella lloraba.
El soldado temblaba.
Y entonces, por primera vez en todo su tiempo de servicio, hizo algo que nunca había hecho: se quitó los guantes y extendió las manos.
El bebé era diminuto, resbaladizo, cálido. Apenas se movía. Solo suspiró suavemente cuando entró en contacto con el aire frío.
El soldado lo envolvió en su propia bufanda y lo apretó contra su pecho.
No miraba al niño, sino cómo respiraba ese pequeño milagro.
Cómo salía el vapor de sus diminutos labios.
Cómo la vida comenzaba justo en sus manos.
En algún lugar detrás estaban sus compañeros. Uno guardaba silencio, otro se había dado la vuelta. El tercero sostenía una linterna y la luz temblaba porque él mismo no podía mantenerse quieto.
Aaron, así se llamaba, de repente sintió que le picaban los ojos.
Parpadeó, pensando que era nieve, pero no, eran lágrimas.
Verdaderas.
Cálidas.
Ni siquiera había llorado en el funeral de su amigo. No había llorado cuando estaba en la frontera bajo el fuego enemigo.
Pero ahora no podía evitarlo.
La madre respiraba.
El bebé estaba vivo.
Y en algún lugar entre los focos, el frío, las armas y las órdenes, por primera vez en años de servicio sintió que eso era por lo que valía la pena estar allí.

