En el viejo banco junto a la fuente de la ciudad, cada mañana se sentaba un hombre llamado Víctor.
En las manos — una bolsa de papel con trigo; en los ojos — cansancio y bondad.
Las palomas lo conocían: bastaba con que apareciera, y decenas de alas se alzaban en el aire.
Para los transeúntes era una escena habitual.
“El viejo con las palomas” — decían los niños al pasar corriendo.
Pero para Víctor esos minutos matutinos eran el único momento en que no sentía soledad.
Daba de comer a las aves, hablaba con ellas como con viejos amigos:
— Bueno, ¿han venido todos otra vez? Muy bien…
Un día, a finales del invierno, notó una paloma — blanca y gris, con un fino anillo brillante en la pata.
El ave se comportaba de forma extraña: no picoteaba los granos, sino que se quedaba a su lado, como si lo mirara directamente.
Víctor frunció el ceño, miró el anillo — había algo grabado en él.
Con dificultad logró leer: “A y L — para siempre”.
Se quedó inmóvil. Era el mismo grabado que llevaban en sus anillos de boda él y su esposa Lidia.
Ella había muerto tres años atrás, y su anillo nunca se encontró — desapareció del hospital el día del funeral.
Ahora miraba al ave y no podía moverse.
La paloma dio unos pasos hacia adelante y se posó justo en su mano, como si le mostrara la pata.
Víctor tocó el anillo con cuidado, sonrió entre lágrimas:
— Así que al final encontraste la manera de venir volando, ¿eh?
Desde entonces, esa paloma llegaba todos los días, exactamente a la misma hora.
Víctor ya no se sentía solo.
La ciudad seguía con prisa, la gente pasaba, y él se sentaba en su banco, mirando al cielo y susurrando:
— Gracias, Lidia. Ya lo entendí.

