Cuando Martin y Amy Reed compraron una pequeña casa en las afueras, no esperaban que su tranquila vida se convirtiera en un misterio.
El vecindario era silencioso, los vecinos amables, y lo único que les inquietaba eran unos extraños ruidos junto a la puerta por las noches.
Al principio pensaron que eran mapaches o los gatos de los vecinos.
Pero una mañana, Amy abrió la puerta — y vio un paquete cuidadosamente colocado: pan, manzanas y una botella de agua.
No había nota, ni huellas, solo el paquete.
— ¿Quizás se equivocaron de puerta? — sugirió Martin.
Sin embargo, al día siguiente, la historia se repitió.
Entonces decidieron instalar una cámara con sensor de movimiento.
Esa noche, la cámara se activó — y mostró a una persona que se acercaba lentamente a su puerta: llevaba un abrigo largo y una capucha.
Dejó el paquete con cuidado, miró a su alrededor y desapareció en la oscuridad.
No se veía su rostro, pero un detalle destacaba: en la mano llevaba un bastón con el nombre grabado «Thomas».
Amy recordó que el antiguo propietario de la casa había mencionado a un vecino llamado Thomas — un anciano que había muerto hacía algunos años.
Según los vecinos, vivía enfrente y solía llevar comida a una mujer solitaria que vivía en esa misma casa.
— Quizás algún familiar suyo sigue con la tradición — dijo Amy, aunque en el fondo sintió un escalofrío.
Decidieron dejar una nota en la puerta:
«Gracias por la comida. ¿Quién es usted?»
A la mañana siguiente, el paquete volvió a aparecer.
Pero esta vez, además de la comida, había una vieja fotografía en blanco y negro — un hombre de sonrisa amable sostenía en sus manos aquella misma casa.
En el reverso estaba escrito:
«No olviden a quien los alimentó cuando eran niños».
Amy se puso pálida.
De niña, su familia había vivido allí — simplemente no había asociado la dirección con su pasado.
El misterioso visitante nunca volvió.
Pero cada mañana, Amy deja un trozo de pan junto a la puerta — «por si Thomas aún anda cerca».

