Se dirigía al coche pensando solo en el agua fría y el aire acondicionado.
El calor era insoportable.
Hasta que oyó un llanto.
Al principio no lo creyó.
Pensó que era la radio, el teléfono.
Pero el sonido era real. Auténtico.
Se acercó: un coche plateado estaba aparcado al borde del aparcamiento.
A través del cristal no se veía casi nada: dentro había niebla, condensación y luego movimiento.
Un pequeño cuerpo en una silla infantil.
Un bebé.
Las mejillas rojas, los labios azulados, la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados.
Llamó a la puerta.
—¡Eh! ¿Me oyes?
El llanto se intensificó.
Tiró de la puerta: estaba cerrada con llave.
Golpeó el cristal con el puño.
No hubo reacción.
Gritó:
—¡Ayuda! ¡Hay un niño aquí!
Pero a su alrededor solo había el ruido de los coches y el calor.
Se echó a correr hacia los carros, cogió una pieza metálica y volvió corriendo.
Blandió el objeto y golpeó la ventanilla lateral.
Se oyó un estruendo y un tintineo.
Otro golpe.
Y el cristal se hizo añicos.
Abrió la puerta de golpe y el aire caliente salió del coche como una llama.
Cogió al niño y lo sacó fuera.
Tenía la piel ardiendo, las manos pegajosas y la respiración entrecortada.
Envolvió al pequeño en su camiseta, empezó a frotarlo y a soplarle en la cara.
—Respira, por favor, respira…
Y de repente, el niño respiró.
Primero brevemente, luego más profundamente.
Lloró. Un llanto auténtico y fuerte.
Lo apretó contra sí, cubriéndolo del sol con sus manos temblorosas.
La gente comenzó a reunirse a su alrededor, alguien llamó a una ambulancia, otros grabaron con sus teléfonos.
Él estaba de pie con el bebé en brazos,
con la espalda empapada, las manos arañadas y solo un pensamiento en la cabeza:
si hubiera pasado de largo, en diez minutos ese niño habría muerto.
Cuando llegó la policía, todavía no podía soltar al pequeño.

