Ella vino en busca de una bonita foto, pero el mono tenía otros planes

Hacía un calor tan fuerte que el aire temblaba. Los turistas vagaban perezosamente por los senderos, tomaban fotos y compraban cocos. Emma sostenía el teléfono en la mano, intentando captar señal — en algún lugar entre las palmeras, el internet parecía vivir su propia vida. El sol le golpeaba en la cabeza, y gotas de sudor le corrían por la piel.

Se sentó en la barandilla junto al viejo templo, encendió la cámara y la apuntó hacia una banda de monos. Pequeños, descarados, con ojos brillantes — parecían habitantes de otro mundo: libre, atrevido, feliz.
— ¡Oh, mira ese! — le dijo al chico que estaba a su lado. — Tiene la misma mirada que un barista un lunes por la mañana.

Un segundo después, todo ocurrió de golpe. El mono saltó, le arrancó el teléfono de la mano — y trepó hasta la estatua de Buda. Emma gritó, el chico se echó a reír. Los demás turistas sacaron sus cámaras — el espectáculo era ahora en vivo.

— ¡Eh! ¡Eso es mío! — gritó Emma, dando palmadas.
El mono la miró desde arriba, apretó el teléfono contra su pecho y sonrió visiblemente. Luego, como si lo hiciera a propósito, tocó algo en la pantalla. El teléfono parpadeó, se oyó el clic del obturador — y el mono hizo… un selfie.

La multitud aplaudió. Alguien silbó. El guía trató de distraerlo con un plátano, otro arrojaba nueces, un tercero ofrecía comprarle un teléfono nuevo. Emma estaba debajo de un árbol, medio enfadada, medio divertida, mirando hacia arriba. El mono hojeaba tranquilamente la galería — dedo, cara, cola, Emma con una expresión distorsionada al fondo.

— ¿Y ahora qué? — preguntó el chico.
— Ahora soy oficialmente la gestora de contenido de un primate — respondió ella riendo.

Después de unos diez minutos, el mono bajó un poco. El guía le ofreció un mango — a cambio, él lanzó el teléfono hacia abajo. La pantalla estaba rota, pero la cámara aún funcionaba. Emma lo recogió y vio: en la última foto, el mono sostenía el teléfono frente a sí, y detrás — el atardecer, las hojas y Emma mirando hacia arriba.

No borró esa foto durante mucho tiempo. A veces la miraba en el metro — y sonreía. Había en ella algo que no se podía planear: una coincidencia salvaje, en la que por fin había dejado de ser solo una espectadora.

Porque, si lo piensas bien, el mono simplemente hizo lo que las personas rara vez se atreven a hacer: tomó lo que brillaba, se miró a sí mismo — y lo devolvió, sin pedir nada a cambio.

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