Estaba haciendo cola, cansada después del turno, con una bolsa de la compra en las manos.
Delante de ella había un niño de unos doce años, delgado, con la cabeza gacha y las manos temblorosas.
«Me… se me ha olvidado la cartera», dijo casi en un susurro.
La cajera frunció el ceño:
«Sin pagar, no hay manera».
Alguien en la cola murmuró descontento.
Ella no pudo aguantar y dio un paso adelante.
—Añádalo a mi cuenta —dijo con calma.
El niño levantó la vista y, por un segundo, se produjo entre ellos un silencio, ese silencio en el que nace la confianza.
Él le dio las gracias, cogió la comida y se marchó.
Ella no le preguntó su nombre.
Pasaron varias semanas y él volvió un par de veces más, siempre diciendo «gracias» en voz baja, y luego desapareció.
Y con él desapareció parte de su tranquila costumbre de ver cómo alguien era simplemente feliz por el calor.
Pasaron los años.
Ella abrió una floristería donde siempre olía a ramos frescos y esperanza.
La vida transcurría tranquila, predecible, hasta que una mañana entró por la puerta un hombre trajeado con un enorme ramo de lirios blancos.
Se quedó en el umbral y la miró como si buscara algo perdido hacía mucho tiempo.
«¿No me recuerda?», le preguntó con suavidad.
Ella negó con la cabeza, desconcertada.
Él sonrió y le tendió las flores.
«Hace muchos años, usted pagó la comida a un chico que había olvidado su cartera. Ese chico era yo. En aquel momento, llevaba varios días sin comer. Gracias a usted, comprendí que la bondad existe. Hoy soy médico… y quería darle las gracias.
Ella no pudo responder. Solo las lágrimas brillaron en sus ojos.
A veces, un simple «te ayudaré» se convierte en el comienzo de una cadena que vuelve al momento más necesario.

