Un niño robó pan en la calle, pero lo que sucedió después dejó a todos paralizados

El niño permaneció mucho tiempo junto al puesto de pan en la calle. El sol abrasador se cernía sobre el mercado, el aire estaba impregnado del aroma de los panes recién horneados, lo que le hacía sentir aún más vacío el estómago. Sabía que sus hermanos y su hermana lo esperaban en casa. Ayer se acostaron con hambre y, si volvía sin nada, volvería a oírlos llorar.

Luchó consigo mismo, se mordió los labios e intentó alejar ese pensamiento. Pero el hambre resultó ser más fuerte que el miedo. En un instante, extendió la mano y cogió el pan del mostrador.

La vendedora gritó:
—¡Ladrón! ¡Detenedlo!

La multitud se volvió. Algunos se rieron, otros sacudieron la cabeza. El niño echó a correr, apretando el pan contra el pecho. Corría como si su vida dependiera de ello. Pero en la esquina chocó con una mujer, cayó y el pan rodó por el pavimento.

La multitud los rodeó. La vendedora ya corría hacia él, exigiéndole que devolviera el pan y amenazándolo con llamar a la policía. La gente discutía: unos decían que había que castigarlo, otros susurraban que daba pena el niño.

La mujer levantó el pan. Miró al niño y en sus ojos no había rencor. Había una extraña mezcla de tristeza y calidez.
«¿Por qué lo has hecho?», le preguntó.

«En casa no hay nada que comer… tengo hermanos…», sollozaba el niño.

La multitud se alborotó aún más, pero la mujer se interpuso de repente entre él y la vendedora. Su voz era firme:
—Nadie se atreverá a tocarlo. Yo pagaré este pan.

La vendedora se quedó desconcertada, pero aceptó el dinero. La mujer le devolvió el pan al niño, y él no entendía por qué. ¿Para qué?

Ella se inclinó en silencio y pronunció unas palabras que solo él pudo oír:
—Conocí a tu madre. Éramos vecinas. Ella me ayudaba cuando yo no tenía nada. Y juré que si veía a sus hijos en apuros, no les daría la espalda.

El niño se quedó paralizado. Las lágrimas le corrían por la cara. Por primera vez en mucho tiempo, no se sentía solo, sino que tenía a su lado a un adulto que estaba de su parte.

La multitud se apartó. La gente ya no lo miraba con reprobación, sino con respeto. Alguien incluso dijo en voz baja: «Vaya, qué gesto…».

La mujer le puso la mano en el hombro.
—Vete a casa, ayuda a los tuyos. Pero recuerda: no se puede robar. Si lo pasas mal, ven a verme. Te ayudaré.

El niño asintió con la cabeza. Apretó el pan contra su pecho y se alejó. La multitud lo miró y ya nadie se atrevió a juzgarlo.

Este encuentro fue un punto de inflexión para él. Comprendió que la bondad aún existe y que puede cambiar la vida.

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