Desde primera hora de la mañana, la ciudad estaba bañada por el sol. La cálida luz se posaba sobre los escaparates, se deslizaba por los capós de los coches y brillaba en los charcos que había dejado la lluvia nocturna. El aire olía a polvo, a pan y a algo nuevo, aún sin nombre.
Junto al quiosco había un hombre con una camisa clara, con las manos en los bolsillos. En su rostro se reflejaba el cansancio de alguien que había esperado en vano durante demasiado tiempo. Compró el billete de forma mecánica, sin esperar nada. La vendedora ni siquiera le miró a los ojos, solo le entregó el cambio y se dio la vuelta.
Se apartó, abrió el billete, lo miró y, por un segundo, dejó de respirar. Los números. Todos coincidían.
Lo leyó dos veces, luego otra vez más. Le temblaban los dedos, le faltaba el aire, como si el cuerpo no pudiera seguir el ritmo de la mente.
El mundo a su alrededor no había cambiado: el mismo ruido de la calle, el mismo sol, las mismas risas detrás de él. Pero dentro de él todo se había movido, como si alguien hubiera abierto la puerta tras la que había estado toda su vida. Quería gritar, pero en lugar de eso se limitó a reír, brevemente, en silencio.
La sonrisa se extendió por su rostro y sus ojos se volvieron jóvenes de repente.
Caminó por la calle con el billete en la mano. Al principio despacio, luego un poco más rápido, como si temiera que el suelo bajo sus pies fuera frágil y pudiera romperse. Su corazón latía con regularidad, pero con fuerza. Miraba a los transeúntes y todos le parecían hermosos, como si la luz emanara de ellos mismos.
Se detuvo en el semáforo y levantó la cabeza hacia el cielo. Estaba despejado, demasiado brillante. A lo lejos, un autobús zumbaba, un letrero chirriaba y una mujer con un vestido colorido alimentaba a las palomas. Pensó que así era como se veía el comienzo de una nueva vida.
El viento se levantó de repente, al principio suave como una caricia. El papel que tenía en las manos se movió ligeramente. Lo apretó con más fuerza y sonrió.
Pero de pronto el viento se intensificó, se agitó, se precipitó y lo envolvió todo con su aire.
Los periódicos salieron volando de los mostradores, el plástico se arremolinó, las hojas se desprendieron de los árboles. El hombre dio un paso atrás.
La ráfaga fue tan fuerte que le arrancó el billete de los dedos. Solo sintió cómo la piel se quedaba vacía y el papel blanco se elevaba, girando en el aire.
Él se lanzó tras él. Corrió, tropezando, sin prestar atención a los coches ni a la gente. Alguien le gritó algo, pero él no lo oyó.
El papel bailaba sobre la calle, como burlándose, subiendo y bajando en una fracción de segundo, y volviendo a elevarse.
El cielo se oscurecía rápidamente. El aire se volvió denso y caliente, como antes de una tormenta. El polvo se le metía en los ojos, el pelo se le pegaba a la frente, le costaba respirar. Estiraba los brazos hacia delante, agarraba el vacío, gritaba, no por rabia, sino por la desesperación de no poder recuperar ese instante.
La ráfaga se detuvo de repente. En un segundo, todo se calmó. El aire se vació, el silencio se extendió por la calle, como si alguien hubiera apagado el sonido.
Él se quedó allí, respirando con dificultad, mirando hacia arriba, hacia donde había desaparecido su billete.
La gente a su alrededor comenzó a moverse de nuevo, como si todo hubiera sido un sueño, breve y falso. El quiosco vendía periódicos, un niño empujaba su bicicleta, el sol salía de detrás de una nube.
Y él permanecía inmóvil, como atrapado entre dos mundos.
De repente, sonrió. Silenciosamente, casi imperceptiblemente. Como alguien que acaba de comprender algo importante. Miró sus manos, vacías, pero ligeras.
Y siguió caminando. Despacio, tranquilamente, con el mismo paso con el que caminaba antes. Los transeúntes no notaron nada especial en él, y él tampoco lo notó, solo que el aire se había vuelto más limpio y el cielo más cercano. Sabía que los milagros no siempre llegan para quedarse.
A veces llegan solo para demostrar que aún eres capaz de sentirlos.
El sol volvió a calentar la calle, los pájaros cantaban en algún lugar del callejón. En el asfalto, entre las rayas de luz, brillaba una pequeña gota de lluvia, como el último rastro de lo que acababa de suceder. El hombre pasó de largo sin mirar atrás. Y todo el mundo pareció exhalar con él.

