El parque seguía con su vida habitual. Los niños reían cerca de la fuente, las madres jóvenes paseaban a sus bebés en cochecitos y los estudiantes se sentaban en el césped. Pero en un viejo banco de madera había un hombre sentado, como si fuera de otra época.
Era un veterano anciano. El viento suave le agitaba el cabello canoso y le temblaban las manos, como si aún sintieran el peso de las armas de antaño. Sobre sus rodillas yacía una gorra militar y junto a él había un bastón. Sus ojos brillaban por las lágrimas y nadie sabía qué era lo que veía en ese momento.
Para los transeúntes, no era más que un anciano. Pero en su cabeza cobraban vida las voces de compañeros que ya no estaban. Veía los rostros de sus amigos, recordaba sus risas y, luego, el silencio que los había absorbido para siempre. Cada día vivía con esa carga, y a veces era insoportable.
Se le acercó un niño de unos diez años. Alegre y curioso, sostenía en la mano un helado que se derretía. Pero, al ver las lágrimas en el rostro del anciano, se detuvo y le preguntó en voz baja:
—Abuelo, ¿por qué lloras?
El veterano apretó los labios. Al principio quiso ignorarlo, pero luego sacó una pequeña caja del bolsillo interior. En ella había una medalla vieja, oscurecida por el paso del tiempo, pero aún brillante. Se la entregó al niño.
—Es un recuerdo, hijo —dijo con voz ronca—. —Un recuerdo de aquellos a quienes perdí y de lo que nunca podré olvidar.
El niño tomó la medalla con ambas manos. La inocencia infantil desapareció de su rostro, como si hubiera madurado en un segundo. Miró el metal que guardaba historias de dolor, valentía y sacrificio.
Levantó la vista hacia el anciano y de repente pronunció tres sencillas palabras:
—Gracias, abuelo.
Y en ese preciso momento, algo se rompió en el pecho del veterano. Esas palabras le atravesaron el corazón, derribaron los muros que había construido alrededor de su dolor durante años.
Las lágrimas brotaron solas. Pero ahora no eran solo lágrimas de tristeza, sino también de alivio y alegría. Sus labios temblaron y susurró con dificultad:
—Gracias, hijo…
El niño se acercó y le apretó la mano. El veterano sintió en ese gesto lo que había buscado durante tantos años: la confirmación de que su hazaña no había sido olvidada.
Los transeúntes aminoraron el paso. Algunos se detuvieron, otros se secaron las lágrimas a escondidas. A su alrededor, la vida seguía bullendo, pero en ese momento todo el parque pareció detenerse para ser testigo de un pequeño milagro.
El veterano miró al niño y comprendió que, mientras las nuevas generaciones lo recordaran y le dieran las gracias, su pasado seguiría vivo. Y las tres palabras del niño se convirtieron para él en algo más importante que cualquier medalla.

