En el parque de la ciudad hacía un día cálido.
Los niños perseguían a las palomas, las parejas jóvenes paseaban por los senderos, y en un banco, bajo un viejo roble, se sentaba un hombre anciano con un violín.
Tocaba todos los días, a la misma hora. La gente se había acostumbrado a su música — ligera, un poco triste, pero de algún modo familiar.
Hoy tocaba especialmente suave. Parecía que el sonido apenas rozaba el aire.
Un hombre pasaba por allí — Thomas, que se apresuraba a una reunión. Pero de pronto se detuvo.
La melodía le golpeó directamente el corazón.
Se quedó quieto, luego dio unos pasos y se sentó en el banco de enfrente.
— Disculpe… — dijo cuando el violinista terminó. — ¿De dónde conoce esa melodía?
El anciano sonrió.
— No la conozco. Solo toco lo que siento.
Thomas negó con la cabeza.
— No es solo música. Es algo que compuso mi padre. Murió hace veinte años. Nadie, excepto él, tocaba esa melodía.
El viejo bajó la mirada y guardó silencio un largo rato.
Luego dijo en voz baja:
— Su padre… ¿por casualidad se llamaba Michael?
Thomas palideció.
— Sí… ¿lo conocía?
El anciano asintió.
— Tocaba con él en la orquesta. Fue nuestro último ensayo. Me dijo: “Si me voy antes, deja que esta melodía viva”.
Thomas se secó las lágrimas y se sentó a su lado.
Permanecieron en silencio durante un largo rato, y luego el viejo volvió a tomar el violín.
Esta vez no tocó para el público, sino para un amigo que ya no estaba.
La gente alrededor se detuvo a escuchar.
Y Thomas lo miraba, pensando que a veces el destino nos devuelve lo que hemos perdido — no con palabras, sino con sonidos.

