La lluvia caía sin parar.
Las gotas golpeaban el techo, corrían por las ventanas y se estrellaban contra el porche.
En la casa olía a café caro, a perfume y a una nueva vida que Lucas consideraba su victoria.
— Ya he decidido, — dijo él, de pie en la puerta.
— ¡Lucas, no puedes… estoy de siete meses! — Clara se sujetaba el vientre, sin creer lo que ocurría.
Estaba descalza en el pasillo, con un viejo cárdigan y una maleta a sus pies.
En su rostro — desconcierto y dolor; en sus ojos — esa desesperación de la que uno quiere esconderse con las manos.
Irina salió del salón.
Bata de seda, cabello suelto, una leve sonrisa — todo en ella decía: había ganado.
Tomó la mano de Lucas y dijo, sin mirar a Clara:
— Cuanto antes terminen esta farsa, mejor.
Clara miró a su marido, tratando de entender dónde estaba aquel hombre que alguna vez besó su vientre y susurró:
“Tú eres mi hogar.”
— No puedo, — susurró ella.
— Sí puedes, — respondió él, incluso sonriendo. — Todo estará bien. Te ayudaré con dinero. Pero no podemos seguir viviendo así.
Irina sonrió con desprecio:
— No dramatices, Clara. El embarazo no es una tragedia. Simplemente no encaja en nuestros planes.
Clara apretó la maleta.
Todo dentro de ella pareció romperse.
Dio un paso hacia la puerta, esperando que al menos entonces Lucas dijera: “Quédate.”
Pero en cambio, él mismo abrió la puerta — aliviado, como si esperara ese momento.
Afuera llovía a cántaros.
Fría, pesada, implacable.
— Vete, — dijo él. — Será mejor para todos.
Clara salió, sintiendo el barro pegársele a los pies.
No dio ni tres pasos cuando escuchó a Irina reír detrás de ella:
— ¡Dios, qué fácil es a veces librarse del pasado!
Y Lucas rió con ella.
Fuerte, casi feliz.
La puerta se cerró de golpe.
La lluvia ahogó todo lo demás.
Las primeras semanas Clara vivió con una vieja amiga, ayudándola en el café.
Por las noches no dormía — el bebé se movía, y el corazón le dolía de vacío.
Luego empezó a recuperarse: consiguió trabajo, recibió apoyo de un fondo para madres.
El mundo volvió a ser cálido, lentamente pero con sinceridad.
En la casa de Lucas comenzaron las grietas.
Irina ya no reía.
Dejó de ocultar su irritación, exigía disciplina y “estar a la altura del estatus”.
Él limpiaba, lavaba los platos, cargaba sus bolsas — y cada vez oía:
— No olvides que vives aquí gracias a mí.
Intentó irse, pero no tenía a dónde.
Los amigos le habían dado la espalda, la familia no entendía, Clara — no respondía.
Un día encendió la televisión.
En la pantalla — una entrevista benéfica.
La presentadora hablaba sobre un programa de apoyo a madres jóvenes.
Y entre las mujeres sonrientes vio a Clara.
Cansada, pero fuerte.
Con el niño en brazos.
Con ojos en los que ya no había lágrimas ni dolor.
Apagó la pantalla.
El silencio en la casa se volvió ensordecedor.
Detrás de la puerta estaba Irina — con bata, y la misma copa de vino con la que todo había empezado.
— ¿Qué pasa, echas de menos la vida pobre? — se burló. — Anda, saca al perro.
Él no respondió.
Solo la miró — y por primera vez entendió que la felicidad por la que había vendido su conciencia no olía a dinero, sino a podredumbre.
Un año después Clara abrió una pequeña panadería.
Ya no recordaba aquel día — solo a veces, cuando llovía, y el sonido de las gotas le recordaba pasos en el patio mojado.
Ahora ese sonido significaba paz.
En algún lugar, en una casa grande y fría, Lucas lavaba las tazas en las que el café se había enfriado — y por primera vez en su vida se sintió nada.

