La mañana comenzaba como si fuera nueva. La ciudad respiraba vapor por las alcantarillas, olía a café y a tierra húmeda tras la lluvia nocturna. La gente, con zapatillas de colores vivos, se reunía en la línea de salida, riendo, haciéndose fotos y dando saltitos para entrar en calor. Y Leia estaba sentada un poco apartada, en una silla ligera negra, con las palmas de las manos sobre los fríos aros de las ruedas. Sus dedos temblaban, no por el frío, sino por algo más profundo: la expectación. No le gustaban las palabras grandilocuentes como «valentía» o «hazaña». Simplemente quería correr. Adelante, mientras pudiera.
—Oye, ¿estás segura? —preguntó el voluntario, un chico con pecas y un silbato—. Está empezando a llover, la pista está resbaladiza.
— ¿Y si no lo intento, cómo voy a saber que puedo? —respondió Leia con calma.
Él se quedó desconcertado, luego simplemente asintió y se alejó. Su sonrisa fue breve, pero sincera.
Cuando sonó el disparo, todo lo superfluo desapareció. La multitud se puso en marcha, algunos rápido, otros despacio. Leia sintió cómo las ruedas bajo sus manos respondían a cada empujón, cómo las gotas de lluvia le resbalaban por las mejillas y se mezclaban con su respiración. El mundo se redujo a la carretera y a su corazón. En el kilómetro diez ya no veía las espaldas de los corredores, solo la línea gris del asfalto que se perdía en la infinidad.
La lluvia se intensificó. El viento le azotaba la cara, la suciedad salía disparada de debajo de las ruedas. En algún lugar delante de ella, alguien tropezó, alguien se bajó, alguien maldijo. Y ella siguió adelante. En silencio, obstinadamente, como si cada movimiento fuera una plegaria. «Lo importante es no parar», se susurraba a sí misma. Y la carretera le respondía con un rugido, y la ciudad parecía haberse detenido para escuchar los latidos de su corazón.
En el kilómetro veinticinco, los músculos de sus brazos ardían y los dedos se le contraían. Pero ella continuó. Un ciclista pasó junto a ella y le gritó:
«¡Respeto! ¡Eres fuerte!».
Ella solo hizo un gesto con la mano. No lo hacía por el respeto. Lo hacía por la paz interior. Para demostrárselo a sí misma, no al mundo.
Llegó a la meta cuando el cielo ya se había despejado. La lluvia había amainado y el sol, abriéndose paso entre las nubes, iluminaba el asfalto mojado con destellos dorados. La multitud se apartaba, algunos aplaudían, otros simplemente miraban en silencio. Leia levantó las manos y cerró los ojos. Parecía que todo el ruido se había disuelto en esa luz. No había ganado la carrera, pero sentía que había vencido algo mucho más grande.
De repente, oyó una voz familiar detrás de ella:
—¡Leia! ¡Espera!
Se dio la vuelta y vio al chico de las pecas con una caja en las manos. De ella asomaban dos prótesis finas y ligeras, blancas como el papel.
—Son para ti —dijo él—. Las terminamos esta noche. Queríamos dártelas después del maratón.
Ella los miró durante un largo rato. Luego sonrió, una sonrisa sincera, cálida, agradecida, pero sin necesidad.
—Sabes —dijo en voz baja—, creo que ya no los necesito. Ya he aprendido a volar.

