La tiza rayaba la pizarra con un sonido desagradable. El aire de la clase era pesado: olía a chaquetas mojadas, tinta y miedo ajeno. El señor Hale volvía a gritar. Su voz rebotaba en las paredes, como si la clase tuviera miedo de respirar. Los niños se sentaban en silencio, sin levantar la vista. Nadie escuchaba las palabras, todos escuchaban la ira.
Siempre había sido estricto, pero últimamente parecía otra persona. Gritaba por cualquier error, golpeaba la mesa con la palma de la mano, rompía los cuadernos. Algunos lloraban, otros odiaban en silencio.
Solo Oliver, el más callado de la clase, siempre miraba directamente. No por descaro, sino porque no sabía bajar la mirada.
Ese día, la lluvia golpeaba las ventanas y el mundo parecía gris y pegajoso. El profesor volvió a enfadarse con una niña con trenzas que había leído mal.
«¡¿Cuántas veces te lo tengo que repetir?!», gritó, y algo se rompió en el silencio. La niña palideció y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Ya basta —dijo Oliver de repente.
Su voz sonó tranquila, casi como un susurro, pero había algo en ella que hizo que incluso la lluvia pareciera callarse. El profesor se giró lentamente.
—¿Qué has dicho?
—Ya basta —repitió el chico—. Ella simplemente se equivocó. Todos se equivocan. Incluso usted.
El silencio se volvió denso, como el aire antes de una tormenta. Todos esperaban una explosión. Pero no hubo ninguna. El profesor se quedó de pie, como si alguien le hubiera quitado la ira, dejándole solo cansancio.
Se sentó en una silla, se pasó la mano por la cara y dijo:
—Tienes razón. Incluso yo.
Después de la clase, los niños salieron corriendo, con el ruido de sus chaquetas y cuadernos, pero Oliver se quedó. El profesor seguía sentado, mirando al vacío.
—No debiste hacerme eso —dijo en voz baja—. Pero gracias por hacerlo.
—Solo quería que ella no llorara —respondió el niño.
Por la noche, el señor Hale se quedó solo junto a la pizarra durante mucho tiempo. Afuera estaba oscureciendo y la clase olía a polvo y tiza. Cogió un trapo, borró todo lo que había escrito durante el día y, por primera vez en mucho tiempo, no sintió ira. Solo silencio y una ligera vergüenza, similar al alivio.
Al día siguiente entró en clase sin carpetas y sin sus gritos habituales. Simplemente dijo:
—Hoy no hay clase. Vamos a hablar.
Y cuando los niños levantaron lentamente la cabeza, de repente se dio cuenta de que, por primera vez en años, no había miedo en sus ojos.

