Lo vio por casualidad: un gato flaco y gris que estaba sentado en la entrada y miraba el mundo con el cansancio de un anciano.
Al principio, simplemente pasaba de largo. Pero luego no pudo resistirse, compró un paquete de leche y un trozo de pescado y los dejó en la acera.
El gato no se acercó de inmediato, pero, tras dar el primer sorbo, levantó la vista, como si le diera las gracias.
Desde entonces, el hombre le daba de comer todos los días.
Vivía solo.
En el apartamento había olor a medicamentos, silencio y viejas fotografías en las paredes.
No tenía con quién hablar, excepto con ese gato, que lo esperaba cada mañana.
Hablaba con él como con un amigo:
—Sabes, yo también esperaba a alguien antes… Solo que ahora ya no viene nadie.
El gato parpadeaba, escuchaba, y ese silencio, por alguna razón, lo curaba.
Una mañana, el gato no apareció.
El hombre salió al patio, llamó, lo buscó, pero no lo encontró.
Al día siguiente, lo mismo.
Sentía un vacío y un dolor en el pecho.
Al tercer día, lo vio al otro lado de la calle, junto a un banco.
El gato estaba tumbado a los pies de una chica que lloraba, apretando contra sí la correa con la placa.
Se acercó y oyó:
—Has vuelto a ir a verle, ¿verdad, mi chico? A ese buen hombre… Siempre ibas donde te esperaban.
El hombre no lo entendió de inmediato.
La chica levantó la vista y dijo en voz baja:
—Era el gato de mi padre. Murió hace un año. Pero el gato siempre venía aquí… como si sintiera que aquí había alguien igual de solo.
Se arrodilló, acarició al animal y no pudo contener las lágrimas.
Ahora entendía por qué ese gato venía precisamente a él.
A veces, las almas de aquellos que hemos perdido regresan, no para recordarnos el dolor, sino para unir dos soledades.

