Una chica gorda fue objeto de burlas en el gimnasio, pero al cabo de un mes, nadie podía creer lo que veían sus ojos

Estaba de pie frente al espejo, tratando de no mirar su reflejo. La luz de la sala era demasiado brillante, la música demasiado alta y las risas a su espalda demasiado reales. La chica levantó la vista y se encontró con la mirada de dos chicos que estaban en la pista de atletismo. Se miraron y sonrieron. Ella lo entendió todo sin necesidad de palabras.

Cada paso en la cinta le costaba mucho. Le dolían las rodillas, le faltaba el aire, pero siguió caminando, lentamente, obstinadamente, apretando los dientes.
Luego se fue a casa sin esperar a que terminara el entrenamiento. En el vestuario lloró en silencio para que nadie la oyera. En sus oídos resonaban las risas ajenas, pero en su interior maduraba algo que no era resentimiento, sino una promesa.

Al día siguiente volvió. Y al siguiente. Y al siguiente. A veces por las mañanas, cuando el gimnasio estaba vacío y olía a detergente. A veces por las tardes, cuando las sombras se proyectaban en el techo y sonaba música suave. Empezó con mancuernas de un kilo, con pasos en el sitio, con respiraciones cortas. Le dolía el cuerpo, pero bajo la piel parecía despertar la vida.

Pasó un mes. Luego otro.
Apenas miraba la báscula, simplemente venía. En el espejo empezaron a aparecer los contornos de la fuerza, no solo física. Su mirada se volvió más directa.

Un día se dio cuenta de que esos mismos chicos habían vuelto. No había risas. Solo silencio y una ligera sorpresa cuando se acercó a la barra y la levantó con seguridad.

Pero el giro no se produjo entonces. El momento decisivo llegó cuando uno de ellos se acercó a ella después del entrenamiento. Se quitó los auriculares, bajó la mirada y dijo:
—Sabes… yo también me reí entonces. Porque te envidiaba. Yo no pude empezar, pero tú sí.

Ella lo miró fijamente durante un largo rato. Luego simplemente asintió con la cabeza y se dirigió hacia la salida. En la calle hacía mucho frío, el aliento se convertía en vapor y el aire olía a victoria, una victoria silenciosa, personal e invisible.

Ya no le daba miedo mirarse al espejo. Y cuando pasaba por delante de los escaparates, no veía números, ni formas, ni miradas ajenas, sino a sí misma.
A la que no se rindió cuando le dolía.

Por la noche volvió al gimnasio. La luz era suave, la música era la misma, pero ahora se sentía fuerza en cada movimiento.
En el reflejo no veía a una «chica gorda», sino a una persona que había aprendido a no esperar la aprobación de los demás.

Y en algún lugar dentro de ella se hizo el silencio. Un silencio absoluto. Como si el mundo hubiera dejado por fin de susurrar y se limitara a escuchar su respiración.

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