Conducía por una estrecha carretera rural bañada por el sol.
Era un día cálido, el aire era transparente y el cielo estaba despejado.
No sabía adónde iba, simplemente no podía seguir sentado en una casa vacía, donde cada eco le recordaba las conversaciones perdidas.
Después del divorcio, todo se volvió gris: los días se confundían, las noches eran demasiado largas.
Cuando vio movimiento en la cuneta, al principio no le dio importancia.
Pero luego oyó un sonido débil, casi inaudible, como si alguien llorara en silencio.
Se detuvo, salió y vio que bajo la sombra de un árbol yacía un cachorro.
Sucio, delgado, temblando. En una pata tenía sangre seca, en la otra, una cicatriz.
Levantó la cabeza y miró directamente al hombre.
Esa mirada no era la de un perro, sino la de un humano. Suplicante. Cansada.
El hombre permaneció de pie durante un buen rato, luego se sentó lentamente, se quitó la chaqueta y lo cubrió con ella.
«Bueno, ¿estás vivo?», preguntó en voz baja, sin esperar respuesta.
El cachorro se estremeció ligeramente y le lamió el dedo.
Sonrió por primera vez en mucho tiempo.
— Está bien, vamos. Ahora tenemos un hogar en común.
Así fue como Roy llegó a su casa.
Pequeño, ruidoso, con ojos llenos de gratitud.
Al principio, el hombre no sabía por qué lo había acogido. Pero cada día se daba cuenta más y más de que ya no sentía vacío.
Roy lo esperaba cuando volvía del trabajo, lo recibía en la puerta y se acostaba a su lado cuando se dormía.
La casa volvió a llenarse de vida.
Pasó una semana.
La mañana fue como cualquier otra: café, llaves, coche.
Salió hacia la verja, pero Roy de repente empezó a ladrar como nunca.
Con malicia, con desesperación.
El perro se abalanzó sobre él, le agarró el pantalón con los dientes y no lo soltaba.
—¡Déjalo ya, ¿qué te pasa? —le dijo irritado.
Pero el perro no se detuvo.
Entonces, el hombre dio un paso atrás y, en ese momento, se oyó un fuerte chirrido de frenos sobre la carretera.
Un enorme camión, al no poder tomar la curva, rompió la barrera y pasó a pocos metros de él, chocando contra un árbol.
Se quedó paralizado.
Un segundo más y no estaría allí.
Solo el cachorro, temblando a sus pies, gemía en silencio, mirando hacia arriba, como si lo entendiera todo.
El hombre se arrodilló y lo abrazó.
Por primera vez en mucho tiempo, lloró, no por el dolor, sino por la comprensión.
—Me has salvado, pequeño… y ni siquiera he tenido tiempo de darte las gracias.
A veces, la vida te devuelve el bien más rápido de lo que tardas en comprenderlo.
A veces, la salvación no llega en forma de ángeles, sino en forma de una bolita sucia y temblorosa al borde de la carretera.

