Una calurosa mañana de verano envolvía la ciudad. El autobús avanzaba lentamente por las calles, el aire era denso y sofocante, y el sol inundaba el interior con sus rayos dorados. Las ventanas estaban entreabiertas, pero el viento caliente solo intensificaba el calor.
La gente permanecía en silencio y esperaba su parada. Algunos hojeaban nerviosamente sus teléfonos, otros dormitaban, otros se abanicaban con el periódico.
En una parada subió una mujer. Llevaba un vestido viejo y descolorido y unas sandalias gastadas. Su ropa parecía demasiado pobre entre los pasajeros con camisas veraniegas de colores vivos y vestidos ligeros. Bajó la mirada en silencio y ocupó un asiento libre junto a la ventana.
Al instante, varias personas se miraron entre sí. Un joven se rió en voz alta:
—Mirad, ha entrado una mendiga del mercado. ¿Quizás ni siquiera ha pagado el billete?
Se oyó una risa contenida en el salón. La mujer se sonrojó y apretó su viejo bolso contra el pecho. La luz del sol que entraba por la ventana iluminó su rostro y el brillo de las lágrimas en sus ojos.
Otro pasajero añadió con una sonrisa burlona:
—No hay que dejar que se acerquen al autobús. Huelen a pobreza.
El silencio se volvió insoportable. El aire caliente parecía haberse detenido, los pasajeros se dieron la vuelta y fingieron no oír nada.
La mujer no dijo ni una palabra. Miró por la ventana, donde se veían las casas bañadas por el sol, y trató de contener las lágrimas. Pero sus manos temblaban traicioneramente.
De repente, un hombre se levantó de la fila de atrás. Su camisa estaba empapada de sudor, pero en su mirada no había cansancio, solo determinación. Dio un paso adelante y dijo con firmeza:
—Ya basta.
El salón se quedó en silencio. La luz del sol entraba por la ventana lateral y le daba directamente en la cara, destacando su figura entre las demás.
—Deberían avergonzarse —dijo, mirando directamente a los ojos a sus agresores—. La ropa vieja no es una vergüenza. La vergüenza son sus palabras.
El autobús se quedó tan silencioso que se podía oír incluso el chirrido de los frenos. Los agresores bajaron la mirada, se callaron y parecieron encogerse en sus asientos.
La mujer levantó la vista y se encontró con la mirada del hombre. En sus ojos brillaban lágrimas de gratitud. Susurró apenas audiblemente:
—Gracias…
El hombre asintió con la cabeza y volvió a su asiento. Pero todo el autobús había cambiado. La gente dejó de apartar la mirada: ahora miraban a la mujer no con burla, sino con respeto.
El autobús siguió su camino por las calles bañadas por el sol. Y la cálida luz del verano que entraba por las ventanas ya no parecía sofocante. Para la mujer se convirtió en una luz de esperanza, un recordatorio de que incluso en los momentos más difíciles puede haber alguien dispuesto a estar a tu lado.

