Recibió un ramo de flores de un admirador secreto… pero cuando descubrió quién se lo había enviado, se echó a llorar

Elena siempre se había considerado una mujer «práctica». En el trabajo, sus compañeros la llamaban «la dama de hierro»: estricta, serena, siempre entregaba los informes a tiempo y nunca dejaba que las emociones se apoderaran de ella. En casa también tenía todo bajo control: su marido, sus dos hijos, la hipoteca, un horario muy estricto. Parecía que su vida había perdido hacía tiempo cualquier atisbo de romanticismo.

Por eso, cuando esa mañana abrió la puerta y vio un ramo de rosas rojas brillantes en el umbral, Elena se quedó paralizada. Junto al ramo había una pequeña tarjeta con una letra cuidada: «Te mereces ser feliz».

Su corazón se aceleró. No era el estilo de su marido: durante los años que llevaban juntos, él solo le regalaba flores en las fiestas, y más bien por cumplir. Pero entonces, ¿quién? ¿Una amiga que quería gastarle una broma? ¿Un compañero de trabajo? ¿O… alguien más?

Al día siguiente, la historia se repitió: en la puerta la esperaba un ramo de lirios blancos con una nota que decía: «No estás sola». Elena pasó todo el día distraída. Por la noche se lo contó a su marido, pero él lo descartó: «Alguien se ha equivocado de dirección. O tus compañeros han decidido gastarte una broma».

Sin embargo, al tercer día, ya había crisantemos en la puerta de su apartamento. «Estoy cerca», decía la nueva nota.

Las amigas, al escuchar la historia, se quedaron boquiabiertas y se rieron: «¡Vaya, tienes un admirador secreto! ¿Y no dijo nada, significa que eres muy guapa?». Pero Elena no podía alegrarse. Le inquietaba que alguien conociera tan bien su rutina: los ramos aparecían justo cuando ella estaba en el trabajo o en la tienda.

Instaló una cámara en la puerta. Pero el día en que apareció el siguiente ramo, la cámara… se apagó. Simplemente dejó de funcionar. Su marido refunfuñaba: «¡Qué misterioso!», y ya empezaba a enfadarse, sospechando que algo no iba bien.

Y entonces llegó un nuevo ramo, y en la nota ponía: «Te recuerdo de pequeña».

Esas palabras le pusieron la piel de gallina. Nadie, excepto su madre, podía saber cómo era de niña.

Por la noche, Elena llamó a su madre y le contó todo. Al otro lado del teléfono se produjo una larga pausa. Luego, su madre suspiró profundamente:
—Hija mía… quizá sea él.

—¿Quién es «él»? —preguntó Elena, sin entender.

—Tu padre.

Elena solo sabía una cosa: su padre las había abandonado antes de que ella naciera. Su madre siempre evitaba hablar de él. De niña, Elena imaginaba que en algún lugar vivía un hombre que algún día vendría a buscarla, como el héroe de un cuento de hadas. Pero los años pasaron y la esperanza se desvaneció.

Y ahora… todo empezaba a encajar en un extraño rompecabezas.

Al día siguiente, en lugar del ramo, había una pequeña caja junto a la puerta. Dentro había un viejo peluche: un conejo con una oreja arrancada. Elena contuvo el aliento: ese era precisamente el conejo que adoraba de niña, hasta que desapareció. Estaba segura de que lo había perdido en el internado, donde su madre la había dejado temporalmente mientras trabajaba por turnos.

El corazón le latía tan fuerte que casi se le cae la caja.

A última hora de la tarde llamaron a la puerta. En el umbral había un hombre mayor con un ramo de margaritas. Estaba nervioso, le temblaban ligeramente las manos. En sus ojos se leía algo más que culpa: una desesperada petición de perdón.

—Elena —dijo con voz ronca—. Perdóname. Te he buscado toda mi vida.

Ella no sabía qué decir. Quería cerrar la puerta, gritarle que no tenía derecho a volver tan tarde. Pero, en cambio, las lágrimas brotaron de sus ojos. Lo reconoció, no por su rostro, sino por algo en su interior.

El hombre le tendió un conejo de peluche y, en ese momento, Elena se sintió como una niña que por fin había esperado a quien había estado esperando toda su vida.

Ahora Elena ve a su padre todas las semanas. Él le cuenta cosas de su juventud, por qué se marchó y por qué tardó tanto en decidirse a volver. Siempre le lleva flores, no como un admirador, sino como un padre que intenta recuperar las décadas perdidas.

Elena ya no se ríe del romanticismo. Para ella, ahora las flores no son un símbolo del amor de un hombre, sino del amor de un padre, que por fin ha encontrado.

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