Anna llevaba una vida muy normal. Trabajaba en una oficina, salía de vez en cuando con sus amigos y tenía una rutina diaria bastante monótona. Nunca pensó que algo realmente inesperado pudiera sucederle. Todo cambió el día en que recibió una carta del notario en su buzón.
En el sobre se decía que se había convertido en heredera de una gran fortuna: una antigua mansión a las afueras de la ciudad y una impresionante cuenta bancaria. Anna leyó y releyó las líneas una y otra vez. No conocía a ningún pariente rico, y lo primero que pensó fue que se trataba de un error. Pero su nombre y su fecha de nacimiento estaban claramente indicados, sin un solo error.
Una semana después, Anna se encontraba en la oficina del notario. Un hombre mayor, vestido con un traje sobrio y gafas doradas, lo confirmó oficialmente:
—Sí, es cierto. Usted es la heredera. Pero… —hizo una pausa— hay una condición.
Anna frunció el ceño. ¿Una condición? Sonaba extraño e incluso aterrador. El notario le entregó un segundo sobre. Era viejo, amarillento y con un sello descolorido.
—Su pariente insistió en que lo abriera solo aquí, en mi presencia.
Con el corazón en un puño, Anna abrió el sobre. La carta decía que solo podría recibir la herencia si pasaba una noche en la mansión. Una sola noche. Sin teléfono, sin electricidad y sin poder salir antes del amanecer.
Anna se rió, tratando de ocultar su temblor:
—¿Es una broma?
Pero el notario negó con la cabeza.
—Todo es absolutamente legal.
En casa no podía pensar en otra cosa. Por un lado, el miedo. Por otro, el dinero y la casa que podrían cambiar su vida. Tras largas noches de insomnio, se decidió.
La tarde de la semana siguiente, Anna estaba de pie ante la verja de hierro forjado de la mansión. El sol se ponía, tiñendo el cielo de color carmesí, y la casa se alzaba como una masa sombría con ventanas negras y vacías. Parecía que la miraba directamente a ella.
La puerta se abrió con un chirrido. Dentro olía a humedad y madera vieja. Las tablas del suelo crujían lastimosamente bajo sus pasos. En las paredes colgaban retratos de personas desconocidas, cuyos ojos parecían seguir cada uno de sus movimientos.
El reloj dio las diez. Faltaban nueve horas para el amanecer.
Anna recorrió las habitaciones, tocó los marcos polvorientos, recogió fragmentos de cartas y encontró objetos extraños. Cada minuto hacía más frío, como si las paredes no quisieran aceptarla.
A medianoche se oyó el primer ruido. En algún lugar arriba, algo retumbó, como si un mueble pesado se hubiera movido por sí solo. Anna se quedó paralizada, sin aliento. Se convenció a sí misma de que era el viento. Pero a los pocos minutos se oyó un nuevo ruido: pasos. Claros, lentos, en una casa vacía.
Apretó la pequeña linterna, cuyo haz de luz temblaba, iluminando ora el viejo espejo, ora el papel pintado descascarillado. De repente, vio un movimiento en el espejo. Se giró bruscamente, pero no había nadie.
Su corazón latía tan fuerte que ahogaba todos los demás sonidos. Susurró:
—Aguanta… unas horas más.
Pero cuanto más se acercaba la mañana, más fuerte era la sensación de que la casa estaba viva. Las paredes crujían, el suelo bajo sus pies parecía respirar.
Exactamente a las cuatro de la madrugada, el reloj dio la hora y, en ese momento, se oyó un estruendo ensordecedor: la puerta de arriba se abrió de golpe. De ella salió volando un montón de cartas amarillentas que se esparcieron por el suelo.
Anna se arrodilló y recogió un sobre. En él estaba escrito su nombre. No el antiguo, sino su nombre actual: «Anna».
Con manos temblorosas, abrió la carta. Dentro había unas palabras:
«Si estás leyendo esto, significa que no me equivoqué. La casa es tuya. Pero recuerda: ahora eres su guardiana. Y ella nunca más te dejará marchar».
En ese momento, los primeros rayos del amanecer atravesaron la oscuridad. La casa se calmó. Los crujidos desaparecieron. Ella había sobrevivido. El testamento había entrado en vigor.
Pero, al mirar las ventanas oscuras de la mansión, Anna comprendió que la herencia había cambiado su vida. Y que ningún dinero podría liberarla de lo que ahora la ataba a esa casa para siempre.

