La mañana era clara y fresca. Una ligera brisa agitaba las hojas de los árboles, y una pequeña mochila con una etiqueta de colores vivos yacía junto a la puerta. Hoy era un gran día para Max: su primer día de colegio.
Anna le arreglaba el cuello de la camisa, tratando de ocultar su nerviosismo, y Alex le daba ánimos a su hijo apretándole la mano. Pero Max caminaba lentamente hacia la escuela, como si sus piernas estuvieran llenas de plomo. Sostenía el estuche con tanta fuerza que se le ponían blancos los dedos.
En el patio de la escuela había mucho ruido: los niños reían, corrían y hablaban entre ellos. Pero para Max sonaba como el murmullo de una gran sala en la que se encontraba solo contra todos. La profesora recibió a la clase con amabilidad, pero su mirada severa puso inmediatamente en guardia al niño.
La primera tarea parecía fácil, pero Max cometió un pequeño error. La profesora, sin pensarlo, dijo:
—¡No, así no! —y en su voz se percibía una ligera burla.
Los niños se rieron. Max sintió que le ardían las orejas y se encogió detrás del pupitre.
Anna se dio cuenta de todo al instante. Se le encogió el corazón, y Alex apenas pudo contenerse para no intervenir. Después de la clase, pidieron hablar con la profesora. La conversación comenzó de forma tensa: Anna hablaba con dureza, la profesora se defendía, pero Sergei señaló con firmeza:
—Es su primer día. Si perdemos su confianza ahora, luego no querrá ir al colegio».
Se produjo una pausa incómoda. La profesora suspiró y finalmente reconoció:
«Quizás me expresé de forma demasiado brusca. Intentaré ser más atenta».
Pasó una semana. Max se fue acostumbrando poco a poco a la escuela. Anna convertía los desayunos en pequeñas fiestas, Alex contaba historias sobre cómo él mismo se había equivocado alguna vez y se había sonrojado frente a la pizarra. La maestra también cambió de tono: elogiaba y apoyaba a los niños con más frecuencia. Max empezó a sonreír por las mañanas y un día incluso se atrevió a levantar la mano en la pizarra. Le temblaba la voz, pero respondió correctamente. La clase se quedó en silencio y la profesora lo elogió en voz alta.
Por la noche, radiante, dijo:
— ¡Hoy lo he hecho casi todo bien!
Sus padres lo abrazaron, felices por el cambio. Pero al día siguiente, antes de acostarse, Max confesó de repente:
—¿Sabéis por qué tenía tanto miedo al colegio? No solo porque todo era nuevo… —se detuvo—. En la guardería, la profesora se reía de mí cuando leía en voz alta. Y yo pensaba que en el colegio pasaría lo mismo.
Anna y Alex se miraron. Pensaban que las dificultades habían comenzado solo ahora. Pero resultó que esa sombra se remontaba al pasado.
Y entonces ocurrió algo que no esperaban: al cabo de un par de días, la profesora los invitó a una breve charla. Parecía inusualmente seria.
«He pensado en su hijo», comenzó diciendo. — Y quiero contarles algo. Cuando yo fui a primer grado, el maestro también se rió de mi error. Lloré y tuve miedo de responder durante varios meses más. Probablemente por eso a veces soy demasiado estricta, tratando de «endurecer» a los niños… pero eso no está bien.
Esas palabras cambiaron muchas cosas. Los padres vieron en la profesora no a una mentora estricta, sino a una persona con sus propias cicatrices. Max escuchó esta conversación y de repente comprendió que no era el único. Incluso los adultos alguna vez se equivocaron y tuvieron miedo.
A partir de ese momento, todo cambió: la profesora se volvió más atenta, Max más valiente y Anna y Alex más tranquilos. Comprendieron que el primer curso no era solo letras y números. Era la primera lección de confianza: en uno mismo, en los demás y en el mundo.
Y cuando una noche Max dijo con seguridad:
«Me gusta el colegio», sus padres se miraron y sonrieron: sabían que su hijo había dado el primer paso real hacia la vida adulta.

